La mina
Era la única responsable para vaciar la casa que fue de mis padres, que fue mía, por mucho que la sintiera tan lejana desde que ellos se fueron. Me armé de valor y, un día gris de enero, de cielo ominoso, empecé el desguace para deshacerme de posibles fantasmas de la niñez encerrados en el sótano.
Esa caja de madera, poco más grande que una de zapatos, de color impreciso bajo la mugre, nunca la había visto, al igual que no había visto la mayoría de los enseres que llenaban esa parte de la casa donde mi padre almacenó de todo, sin conciencia, con la única justificación del que: «nunca se sabe lo que a uno le hará falta». Estuve a punto de tirarla convencida de su contenido de herramientas oxidadas, casquillos de bombillas de la primera generación, cepos de ratones, o algo similar. Al cogerla, con guantes y mascarilla pensando en depositarla directamente en el contenedor de «inservibles» sentí algo raro, no sé, pero…, la limpié y conseguí abrirla con un destornillador. En ese momento empezó la aventura. El interior estaba pintado con los colores de la bandera de la II República: rojo, amarillo y morado, nada sorprendente conociendo las ideas de mi padre. Lo inesperado es que estaba llena de fotografías antiguas, auténticas reliquias entre las que reconocí a mi padre pasando por distintas etapas de la infancia, además de a otros miembros de la familia. Con los dedos enguantados fui recorriendo años a través de imágenes sepias, algunas en buen estado de conservación. En una de los años veinte del siglo pasado, un joven posa la mano en el hombro de una mujer vestida de negro, sentada, rodeada de niños atentos a la cámara. Entre ellos está mi padre, que debía rondar los cinco años, también identifiqué a algunos de mis tíos, y a sus primos. Esa mujer debía ser la bisabuela de la que tanto hablaban en las reuniones familiares, y de la que por primera vez veía su imagen. Sentí envidia de ese retrato familiar. La infancia de él estuvo llena de niños, nada que ver con la mía. Qué fácil hubiera sido desmantelar la casa teniendo hermanos con quienes compartir recuerdos. La sorpresa vino después de las fotografías. Al fondo de la caja había un pequeño espejo enmarcado en madera sencilla, atravesado por una grieta de mal agüero, y debajo, un cuaderno en el que reconocí la letra de mi padre, cuyas tapas, coloreadas por trazo infantil, de rojo, amarillo y morado, volvían a evidenciar la ideología a la que nunca renunció. En la primera página, con caligrafía trabajada, anunciaba: HISTORIAS DE MI INFANCIA. Con guantes y mascarilla, bajo la luz triste de la bombilla del sótano empecé a leer.
LA MINA.
La abuela nos propuso un juego. Tendríamos que hacer desaparecer toda la tierra que el abuelo estaba sacando de aquel agujero del terreno del patio donde estaba la casa familiar. A cada uno nos asignó una zona. Primero llevábamos la tierra con cubos, la echábamos, la extendíamos y luego la pisábamos. Quien consiguiera dejar el suelo más liso y apelmazado sería el ganador, y esa tarde la abuela lo premiaría con el caramelo, más grande, de azúcar quemada.
Durante muchos días el abuelo no dejó de cavar, quería conseguir una galería-habitación, de paredes de tierra, escondida tras el edificio. Mis primos y yo nos encargábamos de hacer desaparecer esa tierra por todos los rincones de la finca donde estaba la casa de los abuelos, en la Prospe, animados por ese caramelo más grande, aunque la abuela premiase cada día a uno porque siempre veía razones más allá de los cubos recogidos. Cuando la cueva estuvo excavada y el abuelo la dio por terminada, la abuela dijo que había que celebrarlo y sacó almendras, de las que escondía para ocasiones especiales. Y las bañó con azúcar en la sartén. Con un festín de garrapiñadas celebramos que «LA MINA» estaba terminada. ¿Para qué? Los primos mayores no preguntaban, debían saberlo; los más pequeños lo tomamos como un juego. Supimos su utilidad el primer día que la abuela, nerviosa, nos mandó entrar cuando se oyó el rugido de las pavas sobrevolando Madrid. Según avanzó la guerra nos escondíamos cada vez más tiempo en aquella madriguera que pasó a ser otra habitación de la casa, aunque allí estuviéramos muy apretados y para mantenernos en calma la abuela no dejase de contar cuentos. El abuelo nunca quiso entrar, y a los ruegos familiares para que se escondiera con el resto, siempre alegaba que no estaba dispuesto a morir como un conejo, entonces la abuela se enfadaba con él por decir tonterías.
Una mañana de primavera, la abuela estaba muy seria, después de que una de las tías se presentara llorando. No supe por qué, ni se me pasó por la cabeza preguntarlo, pero a partir de entonces se alió con el abuelo y decidió que ni ellos ni ninguno de sus nietos seriamos conejos. Todos estuvimos de acuerdo y desde ese día la abuela tuvo que levantar mucho la voz para seguir contando cuentos mientras las pavas se cagaban por Madrid. Los bombardeos fueron intensificándose, pero por suerte, siempre pasaron de largo sobre la casa de la Prospe. Cuando acabó todo, mi tía, la llorona, en lugar de alegrarse se puso peor y, un día delante de todos le dio un ataque de nervios. Entre gritos y llanto quitó las esteras y luego los tablones que tapaban la entrada a la mina. Todos creímos que estaba loca cuando la vimos bajar, pero nos quedamos con la boca abierta cuando al momento apareció con su marido, el tío Juan, que parecía un chivo con muchas barbas. El tío Juan se puso de rodillas y miro al sol, cerró los ojos y lloró en silencio tapándose la cara con una bandera tricolor, que el abuelo se apresuró a quitarle, y luego la prendió fuego aludiendo al sentido común y a la necesidad de sacar adelante a los niños. El tío Juan no dejaba de llorar sin que nadie consiguiera moverlo de ahí. Entonces, mi tía Manuela corrió a la casa y volvió con un espejo. Cuando el tío Juan se miró sin reconocerse, se calló en seco y se desplomó. Entre todos, llorando, lo metieron en la casa. Parecía un entierro. Yo, no sé por qué recogí el espejo, que al caer se hizo una grieta, y lo guardé. Con las desgracias que después llegaron a la familia me olvidé de devolver el espejo a mi tía Manuela, hasta que un día lo encontré y se lo llevé, entonces ella se echó a llorar y me contó que….
Ahí acababa la historia de la mina. Pasé la hoja y, comenzaba la siguiente: EL ESPEJO
Ya continuaría con el desguace, ahora tocaba leer.
De mi libro de relatos: La carga de El Bombay