Febrero 2023

Poleo

Al anochecer de una tarde de enero, bajo una cortina de agua nieve que ondeaba el viento, Alina y Bogdan llegaron al pueblo con cuatro maletas y dos mochilas; venían de Zaragoza donde llevaban tres meses sin encontrar trabajo.

Se alojaron en la casa de Rosario, que con cierto recelo les alquiló un pequeño cuarto en el último piso, encima del dormitorio de Lucía, la maestra. Al tercer día Rosario aceptó a los rumanos como si fueran familia.

—Maña, que tengo olfato, y esta pareja es de ley, además, conocen a unos que estuvieron el año pasado, gente de fiar, aunque los pobres tuvieron que salir escopetados a su tierra porque se enfermó uno de los chiquillos que se quedó con la abuela —le dijo a Lucía una noche después de cenar todos juntos, cuando ellos se habían subido a dormir. Después, la mujer movió hilos y a la semana, Bogdan trabajaba de albañil en la cuadrilla de un contratista de un pueblo vecino, y Alina entró a seleccionar fruta en la cooperativa local. También gracias a Rosario, les dieron palabra de dejarles una casa, aunque tendrían que esperar a que viniera de vacaciones una de las dos propietarias, y diese el consentimiento.

—Con la Catalina no hay problema. Desde chica ha sido mucho buena, y la casa vacía sólo contenta a los bichos —dijo Rosario mientras se teñía de negro los dedos limpiando borraja.

Una casa vieja, destartalada y llena de enrunas, pero una casa, una pesadilla desde que salieron de su país en busca del Dorado, aunque no lo encontraron en la cercanías del Ebro y por aquí sólo pasara el Manubles, poco caudaloso incluso en enero, y charco de ranas cuando aprieta el calor.

Desde la primera comida en torno a la mesa que Rosario se empeña en hacer familiar, a Lucía le cayeron muy bien; eran de su edad y hablaban desde la experiencia de una vida dura evidenciada en su expresión, siempre alertas, a la espera de una mala noticia. Bogdan era feo, de piel de betún; alto, desgarbado y fuerte como una soga curada; le faltaba un diente cuyo inexistencia era imposible ocultar; su simpatía y desenvoltura para hacerse entender le hicieron cercano enseguida. Alina era otra cosa, más reservada, más tímida; pelo corto, castaño, con mechones rojos de tinte casero, una sonrisa de anuncio y las manos violetas e hinchadas. Por las noches, ayudada de un diccionario aprendía un montón de palabras y se las hacía memorizar a él. Con su vocabulario limitado y la expresión de todo su cuerpo, contaban muchas cosas; eran del mismo pueblo y se hicieron novios al cumplir los catorce. A los ojos de Lucía, eran una pareja feliz buscando un futuro. Según dijeron, les gustaría quedarse, y si no, probarían en otro país. Tendrían hijos cuando pudieran permitírselo.

Después de tres meses entienden bastante y se hacen entender. Alina trabaja de sol a sol, y además de la cooperativa coge todo lo que la ofrecen, da igual lo que tenga que hacer con tal de ganar unos euros. Rosario le propuso que la ayudase en la limpieza de la cuadra, cerrada desde que enviudó hacía ya años. Tras tardes y tardes de limpiar fantasmas, Rosario dio por terminada la faena y lo celebra con una merienda con las vecinas, Lucía, la pareja de rumanos y el señor cura: don Omar.

—Maña, que esto parece la ONU —dice María y todas se echan a reír.

—Otra, ni que fueras leída —apunta Manolica.

—Mira qué tontada. ¿O es que tú sólo ves la tele?

Se defendió María mientras se llevaba a la boca un mantecado que se salía del plato, y que primero mojó en el chocolate ardiendo.

—Eso maña, tú aprovecha, que no diremos nada a tus hijos ni a la médica, que está de vacaciones.

—Eso, aprovecha, aprovecha, que al suplente no hay quien le tosa.

—Pues no me dijo cuando fui a que me tratara el dolor del brazo, que a él también le duele y tiene la mitad de años que yo. No te amuela. ¿Y para qué está si no…? Pues que se recete, el tío tonto.

—¿Y esto tan bonico? —pregunta Manolica.

—Lo ha hecho la Alina. Hojaldre relleno de almendras y miel —aclara Rosario.

—Baklava —dice la chica, sin que a ninguna le pase desapercibida su mala cara que atribuyen al exceso de trabajo, mientras intervienen y se quitan la palabra y hablan de postres regionales con autoridad, y María se aplica en el chocolate.

—Maña, que te has de mojar los bigotes.

—Chica, que un día es un día.

—Y la cuadra limpia bien merece un atracón, sobre todo tú, maña mía que estás desustanciada de tanto escobazo —dice Rosario a Alina.

—Que hasta los bichicos son hijos de Nuestro Señor y hay que airearles la casa de vez en cuando —dice Manolica.

—Pues que los bendiga don Omar —añade María entre risas.

—María, María, que los bichos están en este mundo porque Él así lo quiso, y tienen su bendición, pero si se empeñan echaré unas manos de agua bendita a las arañas.

—Otra padre, y ahora eche las manos al chocolate, ya nos sermoneará en la iglesia. Moje, moje, y si no, moje en vino, que aunque éste no le sepa tan bueno como el del Santo Cáliz, no le habrá de hacer asco —dice Rosario trayendo a la mesa la bandeja de rosquillas recién horneadas y una botella debajo del brazo.

—Eso, y como mañana no tenemos que hacer las estaciones, a bebel y comel lo que nos venga en gana, que la casa aún la tenemos cerca —dice María con los carrillos llenos, mientras Rosario se aplica en servir el moscatel hasta el borde de los diminutos vasos de cristal decorado, sin derramar una gota.

—Por Dios señoras, no se me vayan a poner borrachitas.

Ríen a coro la ocurrencia del cura, también Bogdan, que capta la gracia.

Al acabar la reunión las mujeres se despiden contentas antes de bajar la escalera.

—Maña, cuidao, que casi das un traspiés.

—Lo que me faltaba —dice María—, que me caiga y se malogre el chiquillo.

—Eso significaría que aún eres joven, pero a tu edad, como te caigas, lo que seguro que te rompes es la cadera —dice Manolica entre un alboroto de risas.

—Pues que no pienso, que ya me rompí el pie, y ahora le toca a otra.

Cuando Rosario baja a cerrar la puerta, Alina, le dice a Lucía en tono suplicante, que tiene que hablar con ella a solas. Lucía le pide en voz alta que la acompañe con el pretexto de dejarle algún libro para practicar lectura, mientras Bogdan quita la mesa, y Rosario de vuelta, se abanica el golpe de calor que le enciende las mejillas y abrillanta los ojos.

Cuando están en el dormitorio de Lucía, Alina cierra la puerta y le coge las manos.

—Ayuda, ayuda a mí —dice suplicante, reteniéndole las manos sobre el vientre.

Lucía no puede dormir. ¿Qué hacer? Qué hacer ante una situación así. Si tuviera a su madre cerca sería diferente, seguro que ella aconsejaría mejor a la chica. Pobre Alina, y si estuviera en su tierra, con su familia, todo sería más fácil e incluso tal vez… Agradece su confianza, pero aquello le viene grande por todos los sitios, aun así, algo tiene que hacer y así se lo hizo saber a Alina, aunque no está segura de si por el nerviosismo de la situación, la chica ha llegado a entender que la única posibilidad es una clínica en Zaragoza, y que costará dinero. La acompañará a consultar a la médica, es joven como ellas, y cercana, pero está de vacaciones y al suplente no se atreve.

Al caer la noche empieza a soplar el viento, primero un silbido suave, acompasado, que pega en la contraventana del dormitorio como una llamada de cortesía. Entre llamada y llamada, se oye cómo levantan la voz los inquilinos de arriba; al cabo de un rato no tiene dudas de que están discutiendo. Alina llora.

A medida que las horas corren sube el viento que ahora golpea a su antojo todo lo que se encuentra en el camino, y silencia las voces. Cuando el cierzo sopla se cuela por todos los rincones y se impone con su lamento, entonces, todo parece dormido, pero no muerto. Al cabo de un rato suenan unos golpes suaves en la puerta de Lucía.

—Maña, que el airuchón no nos deja dormir, pero digo, que… ¿Si los has oído?

La discusión ha traspasado las paredes y a Rosario no le ha importado la hora que es para ir al dormitorio de la maestra, segura de que tampoco puede dormir. Lucía asiente con la cabeza. Entre bramido y bramido y aporrear de puertas, ventanas y uralitas, las dos mujeres agudizan el oído y esperan. Ya sólo se oye al cierzo que llega poderoso del Moncayo.

—Maña, que ya se han callao. Mañana será otro día y Dios dirá. Y descansa que los chiquillos no te dejarán parar —dice Rosario al retirarse.

Lucía vuelve a la cama sin sueño. Sabe bien de qué va la discusión de la pareja.

A Lucía, la angustia de Alina le trae aquel terrible recuerdo de la infancia que durante años la asaltó como un mal sueño. Tenía más de veinte años cuando por primera vez se atrevió a hablar de aquello con su madre, a partir de entonces la pesadilla no volvió. Su madre le confirmó que tenía cinco años cuando aquella tarde su tía se llevó a los dos hermanos pequeños, y a ella le regalaron un cuento precioso lleno de dibujos.

Su madre le preparaba la merienda cuando se presentó en casa aquella mujer sonriente, que sacó de un bolso grande el libro envuelto en papel de regalo, dijo que era para Lucía, pero antes de abrirlo tendría que merendar y ser una niña buena. Mamá y la señora tenían cosas que hacer en el dormitorio.

Después de romper el papel de flores apareció el libro que tanto la fascinó. Lucía iba y venía entre las páginas coloreadas donde Alicia se metía en un espejo, se hacía grande y pequeña, un conejo blanco llevaba reloj y una reina con corona tenía cara de bruja. Como una esponja absorbió las imágenes hasta saber lo que vendría en la página siguiente. Cuando supo de memoria lo que estaba por aparecer, fue al dormitorio a contárselo a su madre pero la puerta estaba cerrada. Llamó una y otra vez hasta que la voz de la desconocida que trajo el regalo, le dijo, sin abrir, que no molestara o se quedaría sin él en cuanto saliese. Lucía guardó silencio hasta que oyó quejarse a su madre, entonces golpeó la puerta lloriqueando; esta vez la voz de la mujer parecía enfadada y aseguró que si no dejaba de molestar, además del cuento se la llevaría a ella también. Entonces, el tiempo se le hizo muy largo y se sentó en el suelo a esperar. También recuerda lo bien que se sintió cuando su madre la despertó con un beso. Aquella mujer no estaba pero allí seguía el cuento. Luego fue horrible. Su madre estaba muy pálida y la ignoraba, empeñada en limpiar un reguero de sangre que la seguía a todas partes. Asustada, se apartó a un lado con el libro entre los brazos. Cuando llegó su tía con los niños acostó a mamá, y cuando llegó su padre la casa estaba limpia y su madre dormida. Esa noche, junto con sus hermanos, su tía los llevó a casa de los abuelos y al cabo de dos días regresaron. Mamá ya estaba bien. Dos años más tarde tuvo otro hermano.

Al amanecer el cierzo amaina y la vence el sueño. Soñó con ríos de sangre en cuya corriente se agitaban los brazos de Alina. Va a ayudar a esa chica. Intentará convencerla de que lo tenga, y si no, la ayudará también. Lucía se plantea hablar con Rosario, hacerla partícipe del secreto, pero ¿lo entenderá?

Lucía averiguó que en dos semanas la médica regresaría de sus vacaciones, con ella sería más fácil. Ninguno de los dos tenían Seguridad Social, pero tal vez se prestara a dar la dirección de alguna clínica, o incluso hacer algún informe. Ella podía dejarles algo de dinero. Alina le había dicho que era la segunda falta. Dos semanas era mucho pero… Había que esperar. Pobre Alina, cada día que pasaba le dejaba huella. No debía dormir, perdió el apetito y empezó a vomitar.

Una noche, después de que Alina no bajase a cenar y Bogdan la disculpara diciendo que tenía mal de mujeres, Rosario miró a Lucía entre la nube de vapor de agua de hervir membrillos.

—Maña, que esta chica se nos ha embarazao. Y no me parece que la haya sentao muy bien.

—Bueno, a lo mejor es al principio.

—Sí, maña, sí, a lo mejor es al principio, pero pa mí que ésta es al principio y al final.

—Bueno, a lo mejor es hasta que se haga a la idea, o …

—Hala maña, que no, que no es lo que ahora necesitan, y mira que a mí me gustan los chiquillos pero… Ayuda no iba a faltarles, pero…

Rosario mueve la cabeza; cuenta que cuando era pequeña era un secreto muy bien guardado que todo el pueblo sabía, aunque se lo ocultaran siempre al señor cura de turno, aunque alguno también llegó a saberlo, entre otras cosas porque la mujer que lo practicaba, que vivía en un pueblo vecino y se desplazaba por todo el contorno, era muy de iglesia, y si alguna vez se arrepintió, para eso estaba el secreto de confesión. Rosario le habló que las mujeres antes de recurrir a ella intentaban de todo; cargaban como burras con cántaros a la cadera, ida y vuelta al río una y otra vez, y corrían monte abajo con la esperanza de despanzurrarse y que todo terminara. Se ahogaban de tanto beber hierbas, y de meterse perejil, pero a veces nada funcionaba y había que recurrir a la «mujer». Más de un susto hubo. Ella no había tenido necesidad.

—Dios no me ha dao más que dos, pero mucho buenos, conque suficientes.

Rosario habla a Lucía como si fuera su hija y le cuenta sus recuerdos sobre las mujeres obligadas a decidir. Más muertas que vivas por la angustia de la decisión y el miedo físico, pero resueltas a no traer más desgraciados que pasaran hambre, o convencidas ante lo que les había hecho algún desalmado, e incluso obligadas por la familia para tapar males mayores. Bajo la protección de los rezos se ponían en las manos expertas de aquella mujer generosa, su precio, lo que pudieran darle, e incluso aceptaba sólo las gracias.

—Maña, que siempre lo he tenido claro. Los hijos que Dios quiera, y que a las mujeres les vengan bien.

Lucía no sabe qué decir. Sin que se lo hubiera contado, Rosario está al corriente de la difícil decisión que ya ha tomado Alina.

—Maña, le haré una infusión, ¿quieres tú otra? Pero a ella se la haré muy cargada.

—De qué.

—De poleo. A veces funciona.

                                                                                           De mi libro de relatos: SOPLAR AL CIERZO

                                                                                                      www.soplaralcierzo.com

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