Tiempo de navidad

Sólo tuvo que cerrar los ojos, dejarse llevar mientras tiraba del hilo hasta que, desnudo, el corazón del carrete le mostró aquella Navidad tan lejana que casi había olvidado. Y entonces, volvió a oír los villancicos atronando desde un altavoz instalado encima de la puerta del comedor, y que hablaban de nieve, zambombas, panderetas y peces bebiendo y volviendo a beber, mientras el frío le calaba los huesos frente a un paisaje de serrín surcado de caminos y casitas de cartón cercadas por ovejas y pastores, lavanderas inclinadas sobre un río plateado, y una estrella de purpurina dorada sobre una cueva donde, entre un buey y una mula, unos padres distantes no abrigaban a un recién nacido, que encima parecía amenazado por un tal Herodes, desde lo alto de un torreón de pacotilla sobre un monte de musgo, desde el que controlaba a todo el pueblo sin perder de vista a una caravana de tres camellos con tres reyes seguida de un sequito de porteadores cargados con sacos.

Era tiempo de Navidad en aquel centro al que llamaban Preventorio, y todas querían estar en primera fila para ver mejor la obra que con tanta autoridad mandó montar la directora en aquel porche de piedra de un recodo del jardín, al abrigo de los pinos. El resultado estaba ahí, al alcance de las niñas, aunque a las pequeñas y bajitas les costaba meter la cabeza, ni siquiera un ojo para poder verlo.

Con cabeza y codos se fue abriendo camino entre empujones que ayudaban a quitarse el frío serrano de diciembre, pero era casi imposible llegar hasta la primera fila entre tanto alboroto. Las voces subían cada vez más de tono y hubo amenaza de castigo si no dejaban de empujarse y gritar.  

Cuando se hizo el silencio, porque allí se obedecía, vaya si se obedecía…, siguió sin ver nada, tapada por las más altas. Fue entonces cuando se puso triste. Esas iban a ser las primeras navidades fuera de casa. Hacía poco más de un mes que había llegado a ese colegio de la sierra donde hacía tanto frío y donde obligaban a comer aquella papilla  tan  asquerosa, te ponían muchas inyecciones, que llamaban vacunas, todas las mañanas ibas a misa y todas las tardes rezabas el rosario, y una vez a la semana tenías que entrar en fila a la torrencial ducha que casi te ahogaba mientras la señorita te frotaba con un estropajo, de esparto, enjabonado.  

Aquel recuerdo escondido tras los ojos cerrados, a pesar de encontrarse bien caliente sentada en su silla y tapada con la manta de cuadros, regalo de su nieta, le heló la sangre. Había sido una experiencia tan mala que aquellos tres meses que duró los tenía muy ocultos, al fondo del saco, para no acordarse de aquella triste Navidad de los ocho años.  

Hacía tanto…  Luego… Fueron llegando muchas, muchas  navidades muy diferentes, porque el tiempo y las circunstancias nunca son las mismas. Por ejemplo este año en el que…

No quería pensar en ellas, para qué, pero estaban ahí, llamando a la puerta. Ya pasarían.

Y volvió al corazón del carrete, a sus ocho años en aquel centro donde la llevaron porque era una niña enclenque y el aire de la sierra, el ejercicio y una buena alimentación la devolverían a casa más fuerte. Lástima que todo se torciera.

 Aquellos tres meses sirvieron para que enfermara, no sólo de tristeza, pasándose la mitad del tiempo en la cama de la enfermería, matando las horas de aburrimiento mirando a los pinos que se asomaban por los cristales de la ventana, unas veces llenos de nieve y otras moviéndose como fantasmas que querían entrar y llevarse a las enfermitas. En su desesperación por aquel aburrido reposo, sin un tebeo, silencioso y solitario a pesar de estar rodeada de otras  pobrecitas enfermas, llegó a preferir que se la llevara un fantasma antes de seguir aguantado aquellas dosis de jarabes apestosos, inyecciones abundantes y dolorosas, y la soledad, mucha soledad.

 ¡Vaya experiencia! Al menos, antes de caer en brazos de la fiebre tuvo tiempo de disfrutar de aquel misterioso jardín que rodeaba como una muralla al edificio del centro; un jardín grande y frondoso de pinos y abetos por el que podías jugar a perderte sin que nadie te echase de menos. Y si no nevaba, por ahí se perdía, aunque se le calasen las zapatillas de lona, igual que se perdía mientras asistía a la misa en la capilla imaginando a todos los santos hablando y contándose sus milagros. Lo cierto es que no le costó mucho acostumbrarse a ser una niña solitaria y desprotegida, por tanto: aprendió a sobrevivir en el más absoluto silencio, porque si no hablabas, salvo para contestar en la letanía del rosario, no te metías en líos y no te castigaban.

Sólo tenía ocho años, cuando se hizo mayor.  

Cuando al fin consiguió estar en aquella primera fila se imaginó que era parte del belén, quizá un pato o una ovejita.

Luego vino lo que vino y…

Sabe que alguien la empujó, que perdió el equilibrio, que no fue su culpa que se cayera de bruces sobre el montaje de serrín, montañas de musgo y figuras de barro que mantenían aquellas tablas tan finas y mal puestas.  

Fue entonces cuando se armó una buena entre el alboroto de las niñas y los gritos de las señoritas, llamándoles de todo, y sin poder arreglar nada del desastre antes de que llegase la directora. Menudo enfado y reprimenda las echó. Luego, dedos acusadores hicieron que se fijara en ella. No había sido la única culpable pero le tocó todo el castigo, y después de una generosa torta en el carrillo tuvo que ayudar a limpiar aquel estropicio de serrín y añicos de barro. Por lo menos se salvó el niño, el buey y la mula, muchas ovejas y pastores, y la pobre lavandera, aunque se quedó sin río; también sobrevivieron los camellos, pero no los reyes. Herodes, en la caída, sólo perdió la cabeza que la directora pudo pegar. 

Al día siguiente, el belén, más pequeño, volvía a estar preparado para su contemplación. Había que acercarse de dos en dos y cogidas de la mano, guardando turno en la fila y en el más absoluto silencio. Todas fueron a contemplarlo, menos ella, que seguía castigada y sentada debajo del altavoz de la puerta del comedor, aguantando el estruendo de los villancicos que se le grabaron en la memoria para siempre jamás.  

La auxiliar de turno encendió todas las luces de la sala y apretó el botón que hizo sonar la música navideña que la sacó de aquellas Navidades accidentadas y…

Los recuerdos volvieron a enrollarse como el hilo en el carrete, hasta esconderse en el corazón de madera. Después, sólo tuvo que obedecer, que hacer caso a la auxiliar y acompañar a los otros viejos cantando aquellos villancicos de la infancia.

FIN

                                            ¡FELIZ NAVIDAD! A TODOS LOS LECTORES 

                                                                    M. Cruz Vilar

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