La hora de los churros
A Gloria Fuertes (Madrid 28 de julio de 1917- 27 de noviembre de 1998)
Un tímido sol de otoño se cuela por la estrecha apertura entre las cortinas azules, algo desgastadas, del balcón, que caen y aún se arrastran sobre el suelo de madera como un traje de noche de otra época; un traje que nunca llevó porque no quiso -a mí lo que me parece elegante es la corbata en vez de la bata- afuera, aguantando esas noches frías de un noviembre recién estrenado, viven y perviven desde hace años cuatro macetas de geranios rojos que aún no han perdido la flor -rojo rojo como la nariz de pinocho- les canturrea. Le encanta el rojo aunque desde hace años ya no se vista de ese color -ni que fuera un cardenal de la curia- salvo cuando ataca las tristezas de las entretelas enfundándose en aquella querida chaqueta roja que esconde en los bolsillos muchos buenos recuerdos, a pesar de que hace años que se le quedó estrecha; aún así se niega a jubilarla. -El rojo es la alegría de esas amapolas rebeldes e independientes que bordan alfombras en campos cuajados de apretada flor- lástima que el rojo también sea el color de la sangre de Pirulín de la Habana o del hermanito. Los dos acabaron demasiado pronto teñidos de escarlata. Y qué sola la dejaron los dos. Más tarde, para que no se olvidara de aquellos amores perdidos antes de tiempo, tocó la partida del gran amor de su vida y, la falta de valor para… Hay que seguir viviendo y disfrutar de esas pequeñas cosas sencillas que no nos piden nada y nos regalan tanto, como esa alegría que le conmueve cada vez que se levanta y arrastrando las zapatillas llega hasta el balcón, descorre las cortinas y da los buenos días a los geranios agradeciendo que una vez más han amanecido ellos y ella, que una vez más la espera la vida y retadores cuadernos llenos de hojas en blanco como amantes ansiosos de iniciar un idilio.
Hoy está más dormida de lo normal; una vez más se acostó tarde pegada a ese televisor testigo de una soledad no deseada, o sí -mejor sola que mal acompañada, pero no tanto leche, no tanto- dijo mirando ese poco más de un dedito, apenas dos, de su quitapenas cotidiano, imprescindible compañía para fortalecer su corazón y su espíritu, ambos pasados de vueltas por tanto sufrir y tanto amar, y tanto empeñarse en ser ella y mostrar la cara que le de la real gana; por suerte, desde hace mucho sin tener que dar explicaciones a nadie ni hacer la pantomima de cuando era pequeña y llamaba a Carmencita asomada en aquel balcón que le sigue pesando tanto -menuda mochila… y llena de cascajos de vieja no pelleja- sólo para que nadie en la vecindad supiera que estaba más sola que la una. Podría haber sido una buena actriz, realmente puede afirmar que lo ha sido, a su manera, pero… –nunca llegué a estar nominada, ni siquiera al Cervantes; peor para ellos-. A cambio tuvo la libertad de ser eso que siempre quiso ser y que el destino le concedió: escritora, P-O-E-T-A. Un regalo que no le cayó del cielo, pero que sí le otorgó la vida. A estas alturas cree que eso que llaman VIDA es puro teatro y ella una excelente actriz, o mejor aún: que la vida es un circo de colores lleno de sonrisas infantiles rendidas a la fantasía de un payaso gordito y muerto de hambre, convincente aunque tristón, como todos los payasos.
Una algarabía de gorriones se cuela entre los barrotes picoteando entre las macetas. Cuando se despierte y vea semejante rastro de tierra por el suelo se reirá –los pobres también comen y buscan que echarse al pico-.
A conciencia, cuando Charo no la ve o disimula, o se hace la tonta, salpica el suelo del balcón con migas de pan para esos inocentes de pico y pluma.
Hoy no parece querer despertarse, con suerte el sueño la ha llevado a otro lugar en otro tiempo, al calor de unos brazos más allá del cobijo de la almohada. La bella durmiente resopla en medio de una generosa cama con el flequillo revuelto y el regusto de una sonrisa que de estar despierta sería una carcajada ronca, de cazalla mañanera aunque ella por las mañanas siempre le ha pegado al café, bien cargado y humeante; aún guarda en la memoria aquel aroma de achicoria cociendo en el puchero sobre la cocina de carbón o el olor del aguachirri de algarrobas que tanto bebió en la niñez. Lo que de verdad tiene es una voz rota, de ogro Golón, aunque lo suyo nunca fue meter miedo a los niños a los que siempre quiso liberar del susto del Coco o del pringao del hombre del saco; su voz es de bajo, pero de bajo muy bajo, tanto que nunca fue su fuerte cantar aunque diera el Do de pecho por cualquier causa o en cualquier esquina -bajo bajo silbó el escarabajo y de un traspiés se metió en la boca del sapo-.
La última vez que burló a Charo, al final un par de palomas peleonas echaron a los pájaros y se zamparon el pan sin dejar rastro del pecado original de dar de comer al hambriento. Hoy los gorriones siguen con su alboroto sin que ella abra ni un ojo, ajena al rayo de sol que se abre paso entre las cortinas azules, hasta que el estruendo de una sirena atraviesa la calle como una saeta en busca de un hospital. Le cuesta ubicarse, salir de vaya usted a saber de dónde, pero por la cara y el flequillo revuelto el sueño ha sido feliz. Se tiene que poner las gafas para ver que van a ser las once en el despertador, con la sensación de que cada vez necesita más horas de sueño para reparar ese cansancio que se le acumula a lo largo del día y le oprime los pulmones negándole el natural paso del aire. Cosas de la edad y de otras circunstancias que también llegan aunque no queramos. Se incorpora y busca con los pies las zapatillas, luego la bata que está sobre la silla al lado de la mesita de noche y como cada día se acerca al balcón, descorre las cortinas de par en par alborotando a los plumones que huyen en busca del sosiego de otro rincón. Sonríe y saluda a los geranios, hoy sin hablar, en un mensaje secreto que las flores y ella saben. Un día más, piensa mirando al cielo de noviembre y de polución madrileña a pesar de ese tímido rayo que se coló hasta iluminar su cara; como es marca de la casa en breve el cielo se tornará de nubes que con suerte traerán lluvia, lo malo es que también dejarán tristezas. -Vaya mes el de los muertos…, que vuelven para estar vivitos y coleando-. Hoy piensa comenzar un nuevo poemario. ¿El último? Se pregunta de un tiempo a esta parte cada vez que roba la virginidad de una hoja en blanco.
Al retirarse de los cristales los pájaros vuelven al balcón por si hay sorpresa. Ni siquiera ha tenido tiempo de abrir pero entiende el mensaje. Es la hora de desayunar para todos. Apenas se da la vuelta cuando se abre la puerta y su fiel amiga le trae el café bien calentito y la media docena de churros de cada día.
─Hoy haremos fiesta, por si no llegamos a las Pascuas, que ya están los invitados dispuestos a degustar.
Charo pone un gesto de desacuerdo, por aquello de que luego los muy glotones le siembran de cagadas el balcón y las flores, ejerciendo cierta fingida oposición mientras aguanta las lágrimas mordiéndose los labios.
─Anda mujer, sé generosa en vez de asquerosa.
─Pues a repartir los churros que ya se han enfriado.
─Que te crees tú eso. Los churros son sagrados, el pan nuestro de cada día bien frititos dámelos hoy, que encima estamos de fiesta, que pienso estrenar un cuaderno y darle a la pluma como si fuera Tirso escribiendo don Gil de las calzas verdes. Anda y no seas roñosa y mientras me como los churros trae la caja que ya sabes, esa que guardas para las visitas.
Uno a uno van cayendo con verdadero deleite de golosa. Con cada churro vuelve a muchas mañanas, unas felices y otras de olvidar, pero… los churros y su quitapenas nocturno ahora son sus únicos vicios y no piensa renunciar a ninguno de esos dos placeres. Al terminar se relame los dedos impregnados de azúcar y apura el último sorbo de café antes de abrir la caja de madalenas de Astorga y, como si fueran confeti, desmigarlas en el balcón ante la algarabía de los invitados en busca del eterno alimento para luego echar a volar.
La hora de los churros siempre acompaña al café.
Uno a uno me los como pensando en cuántos más comeré.
Hoy estreno otro cuaderno donde volverme a perder
y me inventaré un buen pasado por si se atreve a volver.